Tuesday, January 20, 2009

La palabra de Lemkin

A los doce años, un joven polaco de origen judío, Raphael Lemkin, leyó la novela Quo Vadis? y se asombró no sólo porque Nerón hiciera morir a los cristianos en una arena llena de leones, sino que el público romano fuera cómplice y celebrara esa crueldad. Años después, luego de estudios universitarios en filosofía, derecho e idiomas, y de una larga reflexión sobre asesinatos de etnias, ese lector de novelas creó un neologismo que no se registró en Occidente hasta mediados del siglo XX: me refiero a la palabra genocidio.
El alcance de esta palabra va más allá del exterminio sistemático de un grupo humano por otro instituido en el poder. El genocidio incluye el consentimiento unánime del pueblo bajo ese poder, se extiende a borrar los rastros culturales del otro, incluso el traslado de niños del grupo perseguido para darles una cultura diferente, y una serie de barbaries que se resumen en la desaparición –insisto– sistemática, continua y completa de un grupo de personas.
Durante las tres semanas de los ataques de Israel con el propósito de frenar los lanzamientos de misiles Grad por parte del grupo terrorista Hamás, en varias ciudades de todo el mundo se realizaron marchas con justas reclamaciones de dolor e indignación por la muerte de civiles. En esas marchas no faltaron añadidos gratuitos. Se hicieron montajes de la bandera israelí, reemplazando la estrella de David con la esvástica nazi. Uno de los más recurrentes fue la petición de parar el “genocidio palestino”. Es imposible pasar por alto el sufrimiento de inocentes en Palestina, tanto como los atentados de Hamás. Esas son verdades evidentes, donde afincarse en una no permite ver lo que ocurre con la otra.
Yo sólo quiero detenerme en la palabra de Lemkin. No podemos hablar de “genocidio palestino” por más prepotente que haya sido la incursión militar de Israel. Asociar su táctica de guerra con la sistemática atrocidad de un genocidio, y más si se alude a los nazis, es no entender la resonancia de la Historia en el alcance de una palabra.
Israel ha actuado sólo porque siempre ha estado sólo, porque el judío no tuvo durante décadas el apoyo de interlocutores –inmediatos y globales– que, hoy por hoy, tiene Palestina, aunque apenas sea en ayuda humanitaria o en manifestaciones de rechazo. Ese pasado solitario pesa en Israel. Cuando se persiguió a los judíos en la Alemania de Hitler ningún gobierno reaccionó a su favor. Fue precisamente un judío como Lemkin el que tuvo que dar con una palabra como genocidio. Pero no la confundamos. En esa palabra están los crímenes que sufrieron millones no sólo de judíos, sino de armenios y tutsis. Usar en vano la palabra genocidio también es ir contra el dolor de los palestinos inocentes, que sufren las consecuencias de una guerra por una facción radical que pretende dar un solo rostro a Palestina, al igual que contra el dolor de los judíos que no aprueban lo que hace el gobierno de Israel. Para anticiparse a ese horror, e incluso para no instigar el rencor, hay que cuidar las generalizaciones y reservar la palabra de Lemkin.
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Leonardo Valencia
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El Universo (Ecuador), 20 de enero de 2009

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Tuesday, January 06, 2009

Telmo Herrera en París

Más de un ecuatoriano ha recorrido el noreste del octavo distrito de París buscando el número 26 de la calle Cardinet, donde vivió Montalvo los últimos años de su vida. En diciembre, la calle es desolada frente al resto del bullicio parisino. Yo no lo sabía, a pesar de la advertencia del fotógrafo argentino Daniel Mordzinski, con quien me había citado a la entrada del cercano parque Monceau. Luego de explicarle mis razones para caminar por allí (¿se puede explicar un fetichismo literario?) me sugirió ir a un sitio “con más vida”. Me quedó resonando su frase quizá porque los homenajes al pasado, realizado o incumplido, descuidan la promesa del presente.
Precisamente por recorrer los lugares de Montalvo no pude llegar ese día a la obra teatral que el escritor ecuatoriano Telmo Herrera ha montado en el pequeño teatro Neslé, en Saint Germain de Prés. Así que también le expliqué a Mordzinski, sabiendo de su afición por fotografiar escritores, quién es Telmo Herrera, que lleva viviendo más años que él en París, desde la década del setenta, y que no perdiera la oportunidad de fotografiarlo. De hecho, años atrás, lamenté no llevar una cámara conmigo cuando me encontré con Herrera al pie del Pompidou: me sorprendió su larga barba y su sonriente bicicleta en medio del alboroto turístico del Marais.
Herrera dará mucho que hablar este año. Lleva meses preparando una obra teatral del recientemente fallecido nobel inglés, Harold Pinter. En unos meses saldrá en Ecuador su nueva novela “El cura loco y las treinta y siete vírgenes de Santa Rosa”, que ya fuera publicada en Francia en 2005, escrita originalmente en francés. Herrera es nuestro Nabokov: tiene la destreza para escribir en otro idioma y luego, de vuelta, reinventarse en el nuestro. He recomendado su novela “La cueva”, que también en este año saldrá reeditada en la colección de novelas de la Biblioteca de la Municipalidad de Guayaquil, y que nos da las razones de exilio de un ecuatoriano el día anterior a su partida. Autor torrencial, Herrera es un contador de historias nato con un talento para dar giros de humor a sus novelas. O a las obras de teatro que lleva a escena, como la que pude finalmente ver en el Neslé, “Un air de famille”, basada en una historia de Agnès Jaoui.
En silencio, Herrera hace su obra, y los reconocimientos le llegan, siempre en el extranjero. En los próximos meses se le dedicará toda una semana de homenaje en Ginebra, abarcando sus distintas facetas de escritor, pintor y actor. Lo que me intriga es el deseo de Herrera de dejar póstuma su novela “El pájaro exótico” donde cuenta sobre la llegada a París de un ecuatoriano y la dureza de la adaptación. Ojalá que con Herrera no ocurra como con algunos manuscritos de Montalvo, que esperaron años después de su muerte para publicarse. Quizá estas líneas quieren evitar el riesgo de pérdida o destiempo. La peripecia es que, en el mismo edificio donde vive Herrera, dos incendios estuvieron a punto de acabar con sus escritos. No tardemos en leerlo: el fuego ronda lo que escribe.
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Leonardo Valencia
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El Universo (Ecuador), 6 de enero de 2009

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